Un día en Hakodate.
¿Quién preguntó de que se componía un desayuno japonés? Pues los desayunos de esta cadena de hoteles (la Toyoto-Inn) sólo son estilo japonés. Consiste en sopa de miso, diferentes arroces prensados y envueltos en algas, una pequeña ensalada compuesta de verduras aliñadas con diferentes especias algunas de ellas picantes y, dependiendo de la zona, pesacado seco o algo de carne, té frío, algo que parece zumo y café americano. ¿Qué os parece para empezar el día?
La primera misión al salir de hotel: ir a la oficina de turismo para informarnos los lugares destacados para visitar la ciudad y cómo acceder a ellos. De camino topamos con el mercado, especializado en pescado y marisco. En él los comerciantes enseñan la frescura de su productos, tan frescos que están vivos: centollos, nécoras o cangrejos gigantes, como se quieran llamar, apiñados en grandes peceras, los calamares nadando despreopucados sin saber que alguién se los zampará, grandes vieiras o algo similar, erizos de mar, patas de los direntes bichos, enormes patas... Como aquí la costumbre es comer el pescadito tal y como se pesca, los comerciantes dan pequeñas degustaciones para que compruebes la calidad de su producto. En fin, todo un espectáculo.
Ya en la oficina de turismo, la chica que nos atiende es más parada que el portero de un futbolín, más seca que el desierto del Sáhara, buff, parecía que le debíamos algo y no se lo estábamos pagando. Al fin tenemos nuestra información y empezamos la ruta, aunque, la verdad, tras la impresión de la noche anterior y con el poco espíritu viajero que la seta de la oficina de turismo nos ha transmitido, no estamos muy ilusionados.
La ciudad tiene la forma de un reloj de arena, con una península en un extremo. El sistema de transporte aquí son los tranvías y los autobuses y, como esta península es una montaña, la ciudad le da un aire a San Francisco, por lo de las cuestas y sus tranvías.
Visitamos la antigua zona de almacenes estilo inglés, hoy en día reconvertidos en comercios y restaurantes cucos, nos llama la atención junto una pequeña tienda-factoría de productos de mar, probamos los calamares secos y otras ricas viandas con cuya degustación todo el mundo parece disfrutar y, de paso, cogemos algo de fuerza para afrontar las interminables cuestas donde la colonia extranjera se instaló.
Esta colonia estaba compuesta básicamente de ingleses, americanos, rusos, holandeses y algun francés; de ahí que existan iglesias para las religiones de cada una de las naciones. La más impactante es la rusa ortodoxa; nos es muy grande, pero para poder entrar debes descalzarte como si estubieras en un templo budista o sintoísta, dentro se escucha música sacra y está todo lleno de iconos. Encontramos a una pareja de japoneses que parece aprovechar el momento para trasladarse al más allá de sus propios espíritus.
Seguimos paseando por este barrio extranjero, de repente, la música de un piano y el cántico de unos niños de parbulario saliendo de un gran edificio victoriano de madera nos evocan tiempos pasados. Llegamos al cementerio para extranjeros, al final de una larga cuesta. El paisaje es precioso, en una colina mirando al mar se juntan lápidas de personas influyentes con otras de marineros casi sin nombre, tumbas cristianas, budistas, ortodoxas...
Colina abajo el tranvía nos espera. Es hora de comer y nuestra intención es hacerlo en la zona de los almacenes de estilo inglés. Son las 3 de la tarde cuando llegamos y los restaurantes están cerrados. La cata de cervecita que veníamos pensando hacer en un garito por el que habíamos pasado por la mañana, se viene abajo, así como otro montón de opciones más: todos cerrados.
Otra vez cuesta arriba se encuentra el teleferico que lleva al mirador de la ciudad: bonitas vistas de la ciudad.
Bajamos camino al hotel y paseando damos con una bodeguita de sake para ver a cómo está el tema y el dueño nos vuelve a preguntar si somos rusos... Vamos, será por la pinta a rusos que hacemos, jajajaja.
Al decirle que somos españoles, nos enseña una botella de sherry (¿será por lo de Osborne?) y al ir a mirarla descubrimos que vende Sangre de Toro de Torres por unos 12,13 euros. Después de varios intentos de comnicación con este buen hombre, que nos va indicando los nombres de las diferentes zonas de las que provinen los mil y un tipos de sake, y aburridos de parecer marcianos marchamos por esta desangelada ciudad con la intención de tomar un cafelito para calentar nuestro cuerpecito (que la tarde está un poco de perros).
Seguro que somos marcianos (¿alguién ha leído "Sin noticias de Gurb" de Eduardo Mendoza? pues aquí estamos los dos como Gurb por Japón). Junto a unos grandes almacenes, enfrente de la estación de la Japan Rail, hay una cafetería, entramos y, después de que la camarera nos ofrezca una bonita sonrisa, le decimos "¡expreso! ": La camarera se nos queda con cara de haberle pedido la luna y nos dice que no nos entiende, que elijamos algo de una carta totalmente en japonés. Seguro que somos marcianos. Nos quedamos sin café.
Dejamos las trastos en el hotel y salimos a cenar a un sitio que al que habíamos echado el ojo la noche anterior (pero que, como ya se ha comentado, siguiendo la tónica de la ciudad a esas horas, estaba chapado), lleno de peceras con ricas viandas del mar. Pedimos un surtido de sashimi por unos 10 euros, unos calamares a trocitos en salsa de algo, una tempura del mar... nos ponemos como el kiko.